LAS ENCINAS CAÍDAS O CÓMO MUEREN LAS INSTITUCIONES

Caminaba lentamente, con la mirada fija y sorprendida, tanteando con el bastón las mismas veredas que otrora temblaron bajo sus pasos decididos. Una multitud que ya presentía los tristes acontecimientos que más tarde viviría el país, con el suicidio del presidente Allende, lo seguía ilusionada. Lo aplaudía, ansiando escuchar otra vez el llamado de ese hombre otrora imponente, de mirada penetrante: ¡A usted lo necesito!

Pero él los ignoraba. Estaba ausente, sumido en quién sabe qué pensamientos. Eran las postrimerías del Gobierno de la Unidad Popular.

Como todos los días, en un día muy especial, caminaba tranquilamente desde su casa a su lugar de trabajo, siguiendo la misma ruta. Pero ahora lo hacía escoltado por decenas de admiradores. Avanzaba con su paso de diez metros por minuto, pensando talvez, como Disraeli, en la desgracia de que a veces el cuerpo no es capaz de responder a la mente ni al llamado de miles de seres desorientados buscando conducción. Una infinidad de papel picado caía desde los balcones. Era el público homenaje a un baluarte, a la legítima autoridad amenazada por una subterránea declaración de guerra fratricida.

Tomé algunas notas de este hecho, porque a los chilenos siempre nos gustó ver a sus gobernantes de vuelta por las calles, vitrineando o leyendo gratuitamente los titulares de la prensa, en un quiosco de diarios. Mi generación tuvo la suerte de observar, en medio de las calles de Santiago, a don Gabriel González Videla, Jorge Alessandri Rodríguez y Eduardo Frei Montalva. Hubo también otro grande, más huraño y reservado, que prefería la tranquilidad de su casa antes que la mirada y los aplausos de los curiosos: el General Carlos Ibáñez del Campo. Muchos desearon verlo descender al valle de los comunes, pero él quiso ser la excepción.

El hecho que describo pudo entonces ser trivial, y quién sabe si mis notas también pudieron serlo. Pero el momento que vivía Chile era singular. La década del 70 se inició como un parto tempestuoso para nuestro país y para toda América Latina. Con su inicio los tiempos comenzaron a cambiar violentamente, derrumbando ídolos y tradiciones, tal cual lo hace una tormenta que cierra y oscurece el horizonte, sin dejar ni el tiempo ni el espacio necesarios para hacerle frente. Su gestación fue subterránea, solapada, como el hijo no deseado que forja silenciosamente en las tinieblas, su derecho a ver la luz. Y puesto que nadie se atrevió a prever su nacimiento, tampoco fue posible evitar las consecuencias de su nacimiento.

Ulises decía, con razón, que los necios no ven el peligro hasta que lo tienen encima de sus narices.

Siguió caminando por la calle Teatinos, hasta que al llegar a la calle Agustinas, a pocos metros del Palacio Presidencial, fue rodeado por un gran número de carabineros protegidos detrás de sus escudos de plástico y apoyados por un carro bomba que lo esperaba, apuntándole directamente. En pocos segundos un inmenso chorro de agua lo bañó completamente, haciéndolo caer.

De Gaulle decía que no puede conocer la grandeza quien no ha conocido la humillación. Ese día Alessandri fue humillado, pero también fue grande. No se molestó en reprender a aquellos que obedeciendo órdenes superiores fueron obligados a vejarlo. Pero fue más duro con aquellos, que después de haberlo seguido cuadras y cuadras, adulándolo, lo abandonaron despavoridos en el momento del peligro. Cuando volvieron buscando nuevamente el alero del Paleta, se encontraron con un ser entristecido, que levantando sus manos y su voz, como en sus mejores tiempos, los enfrentó con un grito de hastío que por mucho tiempo quedaría grabado en mis oídos: ¡Déjenme tranquilo!

Luego se alejó en silencio. Nunca sabremos qué pensaba en ese momento: si talvez sintió amargura por la actitud de quienes ordenaron ofenderlo, o quizás desprecio.

¿Qué le sucede al bosque cuando las encinas, que por largos años han reinado en sus espacios, caen tempranamente, abatidas  por la mano temeraria de aquel que no cree en la evolución natural y pacífica de las cosas? Más aún, ¿Qué le sucede cuando otras y otras siguen cayendo, ahora víctimas de la mano asesina del ignorante, que después de atribuirle todos los defectos de la sociedad en que vive, descarga su odio y su resentimiento sobre ellas? La caída de Alessandri fue simbólica, pero los asesinatos de Edmundo Pérez Zujovic y del comandante en Jefe del Ejército René Schneider, fueron un grito de alerta para una sociedad que permitió pasivamente que sus tradiciones y principios morales fueran quedando en el camino, como esas nobles encinas, que por mucho tiempo resistieron  los más devastadores temporales, pero nunca la  violencia del hombre que debió cuidarlas.

A menudo se nos dice que sólo debemos mirar hacia el futuro, sin traer a la memoria las viejas heridas del pasado, sobre todo cuando éste nos recuerda nuestra debilidad y nuestra inconsecuencia. Sin embargo, ¿Qué sería de la tierra, de sus bosques y sus campos si los labradores no volvieran su mirada a las raíces de su antigua siembra, antes de iniciar la nueva? Es cierto que los nuevos  tiempos nos obligan a pararnos sobre nuevos fundamentos, capaces de enfrentar sus pesadas exigencias. La cuestión es si lo hacemos apelando a la revolución y la utopía refundacional, demonizando nuestra historia, nuestras tradiciones e instituciones,  o reconociendo que sin ellas y sus enseñanzas, un futuro estable y sostenible para nuestros hijos se hace cada día más incierto.

Al final de los sesenta, sigilosamente, sin que nadie lo advirtiera, comenzaban a escribirse los más inquietantes capítulos de nuestra historia moderna: aquellos que relatan el desprecio de una sociedad no sólo por su propia historia, sino por viejas tradiciones que ya formaban parte del modo de ser de los chilenos. El resurgimiento de una sociedad que con una cuota de ceguera y otra de frivolidad, se despoja de ese sentimiento que el Dr. Schweitzer denominó con tanta delicadeza: la reverencia a la vida.

“En pocos años” -decía el ex-Presidente Eduardo Frei Montalva-, “nos ha tocado presenciar (en lo político, en lo científico y en lo tecnológico), lo que no veían los hombres en el transcurso no de siglos, sino de milenios; ¿Qué tiene de extraño entonces que en tan breve período se desmoronen viejas estructuras e instituciones que parecían intocables, y estén hoy en discusión ideas y verdades que por siglos parecían inamovibles?”

Estoy cierto de que en la mente del ex-Presidente, imperaba la idea de que todo cambio en una sociedad, por muy profundo y necesario que sea, merece llevarse a cabo respetando la justicia, la libertad de conciencia y, por sobre todas las cosas, la dignidad de todos sus hijos.

Hegel recomendaba a los reyes y a los gobernantes, instruirse por medio de la experiencia histórica antes de actuar o de tomar sus decisiones. Pero, al mismo tiempo, reconocía que la experiencia histórica nos enseña, con insistencia, que ni los pueblos ni los gobernantes han aprendido nunca nada de la historia.

Sabio y profético pensamiento, ya que pocos meses más tarde, el 11de Septiembre de 1973, a escasos metros del lugar en que Alessandri fue derribado, la historia volvía a repetirse, dando una vez más la razón al filósofo alemán. Pero ahora ya no serían simples chorros de agua los que amenazarían la integridad de un baluarte de la democracia, como es la figura de un ex-Presidente de la República, que camina como cualquier ciudadano, sin ninguna protección,  desde su casa a su lugar de trabajo. Esta vez fueron los modernos y rapidísimos aviones de la Fuerza Aérea de Chile, los que apuntarían certeramente sus proyectiles hacia el Palacio de La Moneda,  la más grande y simbólica institución democrática que el país poseía hasta ese momento. Dentro de ella se encontraba un Presidente en ejercicio, elegido democráticamente tan sólo tres años antes. Esa mañana, a diferencia de Alessandri, el presidente Allende se dirigía muy tempano por las calles de Santiago, a 150 km/hora, con  un chaleco anti balas en su cuerpo, y acompañado por su grupo de guardias personales, a cumplir con lo que sería la última jornada de su vida.

El demoledor trabajo de esos proyectiles, que aún llena de orgullo a muchos de nuestros compatriotas, y a otros de dolor y de vergüenza, logró consolidar la enorme brecha que durante años venía distanciando nuestra historia del poco consecuente comportamiento ciudadano de todos los chilenos.

Después de ese acontecimiento, ni Chile ni su democracia serían como antes, ni tampoco lo serán en el futuro, a no ser que la tolerancia, el respeto por sus tradiciones, la veracidad y la honestidad, vuelvan a imperar en el espíritu de nuestro pueblo y, por sobre todo, en la débil mentalidad que, hasta ahora, nos han mostrado sus políticos.

Francisco Sáez Cornejo.

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